Estimados amigos,
Durante estas entrañables fiestas, y como consecuencia de las numerosas e inevitables excursiones a la caza de regalitos, me he percatado de que a menudo sembrar semillas tiene como consecuencia una rica cosecha de ventosidades. Para ilustrar el asunto, recurriré con vuestro permiso al hermoso y olvidado género de la parábola. La he intitulado
El cliente suspicaz y la cajera discapacitada
Una bella mañana de invierno, un individuo se presenta en la caja de, pongamos por caso, una librería. Luciendo su sonrisa más amable, se dirije a la cajera que está a punto de cobrarle y le dice "buenos días", a lo que la cajera responde con un leve gruñido. A continuación, ella pasa el código de barras del producto en proceso de adquisición por el escáner de su caja y, acto seguido y sin alzar la vista, canta una cantidad -sí, amigos, !como los niños de San Ildefonso!-. El cliente, sorprendido, abona la cantidad y espera a que la cajera realice la siempre complicada tarea de devolución del cambio. Una vez recibido el sobrante de la transacción, el cliente responde con un "gracias" que por supuesto no es correspondido con la consabida fórmula "de nada". Finalizado este paso, el cliente recoge la recién adquirida mercancía y abandona el comercio, no sin antes despedirse con el habitual "adiós"; naturalmente, la cajera no responde.
Ante esta sorprendente pero muy frecuente situación, el cliente se pregunta qué ha hecho a la cajera para que ésta se muestre tan descortés. En un primer momento, piensa que la cajera es una estúpida mal follada que no responde con cortesía porque, acostumbrada como está a que la traten como al trapo que es, no sabe distinguir una muestra de amabilidad de un salivazo en el ojo. Sin embargo, después el cliente reflexiona y piensa que, tal vez y sin darse cuenta, él haya ofendido de algún modo a la cajera y por ello ésta se ha mostrado tan antipática. "¿Será mi desodorante? ¿Acaso me he olvidado de cepillarme los dientes?" se pregunta. Luego, de respente, el cliente se percata de la situación: "¡Claro, la cajera es una disminuida!¡Pobrecilla, es sorda, y a su silencioso y hostil mundo no han llegado las fórmulas de cortesía que le he enviado! Además, como todo el mundo sabe, los sordos son algo malcarados y quisquillosos... pero no es culpa suya. También yo sería malcarado si pensara que nadie me dirije la palabra por mi desdichada condición". Ante esta explicación, el cliente se marcha apenado y algo avergonzado de su inicial desaprovación hacia la actitud de la cajera y piensa seriamente en la posibilidad de escribir una airada queja al Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales para pedir que, por ley, los empleadores estén obligados a equipar a sus trabajadores disminuidos con las prótesis necesarias para poder desempeñar en plenas condiciones sus oficios sin perder el contacto con un mundo que, aunque sólo sea a veces, es amable y cortés.
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